Permíteme llevarte en un viaje temporal hacia una China que quizás no conoces. Una donde el sexo no se susurraba tras cortinas de seda, sino que se enseñaba en manuales médicos con la misma seriedad que la acupuntura. Una época en que los emperadores consultaban a sus médicos no solo sobre hierbas medicinales, sino sobre posiciones eróticas para cultivar la vitalidad. Sí, querido lector: hubo un tiempo en que la alcoba china era templo, laboratorio y jardín de placeres simultáneamente.
Hablamos de hace aproximadamente cuatro mil años, cuando surgieron las llamadas \»artes de la alcoba\» o Yangsheng, literalmente \»artes de la vida nutritiva\». Imagina a los sabios taoístas observando la naturaleza y concluyendo que el encuentro sexual era nada menos que una danza cósmica entre el yin y el yang, una interacción entre fuerzas universales que atravesaba los cuerpos como el viento atraviesa los bambúes. El sexo no era pecado ni mera procreación: era medicina preventiva, fuente de longevidad y, por supuesto, placer deliciosamente humano.
El taoísmo y la alquimia del placer
Los textos médicos antiguos como el Huangdi Neijing Suwen documentaban estas prácticas con meticulosidad científica. Durante la dinastía Tang, considerada la edad de oro cultural china (618-907 d.C.), los manuales sexuales no se ocultaban en cajones secretos: circulaban como tratados respetables de una rama legítima de la medicina. Los taoístas desarrollaron técnicas sofisticadas como el héqì o «unión de energía», donde el acto sexual se convertía en un intercambio alquímico de fuerzas vitales.
Aquí viene lo interesante: los hombres aprendían a controlar la eyaculación para conservar el jing, esa esencia vital considerada más preciosa que el oro. La técnica Caibu, traducida poéticamente como «cosecha y suplemento», implicaba penetrar a múltiples parejas sin eyacular, cultivando así la energía femenina para nutrir la propia vitalidad masculina. Antes de que levantes una ceja escéptica, déjame aclarar: esta práctica, vista con nuestros ojos contemporáneos, refleja una cosmovisión donde las mujeres eran consideradas portadoras de un poder mágico esencial, particularmente por su capacidad creadora de vida.
De hecho, en las etapas tempranas del Imperio, los órganos sexuales femeninos recibían mayor veneración que los masculinos. Existían cultos a lo que delicadamente llamaban «partes mágicas», con estatuas y representaciones artísticas que hoy nos sonrojarían en un museo, pero que entonces simbolizaban fertilidad, abundancia y continuidad cósmica.
Las mujeres entre el altar y el dormitorio
Ahora bien, el rol femenino en esta danza erótica ancestral resulta fascinantemente complejo. Los antiguos manuales taoístas instruían explícitamente a los hombres en el arte de complacer a sus parejas, considerando que debían esperar el orgasmo femenino antes de eyacular. Era, si quieres verlo así, un código de caballerosidad erótica donde el placer compartido no era optativo sino fundamental para el equilibrio energético.
Sin embargo, conforme avanzamos en el tiempo, particularmente durante la dinastía Ming (1368-1644), la narrativa se transforma. Los textos posteriores empiezan a describir a las mujeres con metáforas menos halagüeñas: «crisol» o «cocina» para cultivar la vitalidad masculina. La presencia femenina, antes venerada, comienza a diluirse en función del cultivo energético masculino, perdiendo lo que algunos textos lamentan como su «semblanza humana».
Paralelamente, en las cortes imperiales y en los sofisticados círculos de cortesanas de élite, las mujeres participaban en relaciones reguladas donde la estética, la poesía y el refinamiento erótico alcanzaban niveles de arte. El controvertido vendado de pies en las dinastías Sung afectó incluso la prostitución de clases altas, transformando los códigos de deseo y belleza de maneras que hoy nos resultan perturbadoras pero que entonces definían el canon estético.
Cuando llegó el puritanismo con sus reglas de seda
Y entonces, como en tantas civilizaciones, el péndulo moral cambió de dirección. El confucianismo, con su énfasis en el orden social, la jerarquía familiar y la separación estricta entre sexos, comenzó a tejer una red de restricciones que progresivamente expulsó las artes sexuales del espacio público. Lo que durante milenios fue conocimiento compartido y celebrado, después del año 1000 de nuestra era se convirtió en tabú.
Para la dinastía Qing (siglo XVII-XIX), el contraste era absoluto: el sexo se había transformado en tema prohibido, la literatura erótica enfrentaba censura feroz, y muchos textos antiguos sobrevivieron únicamente porque habían viajado a Japón, donde se preservaron como curiosidades exóticas. La espontaneidad taoísta, que celebraba el deseo como necesidad física natural y cósmica, chocaba frontalmente con los rituales confucianos diseñados para contener, regular y domesticar esa misma energía.
Esta tensión entre deseo y moral creó una fascinante doble vida cultural: en privado, las familias de la dinastía Ming reimprimían manuales sexuales para mantener la armonía conyugal, con ilustraciones detalladas de posiciones que hoy llamaríamos Kamasutra chino. Pero en público, el silencio era ensordecedor. El deseo no desaparecía, por supuesto; simplemente aprendía a deslizarse entre las sombras, como siempre hace cuando se le prohíbe caminar a plena luz.
Amores que no osaban decir su nombre (o sí lo hacían)
Y hablando de sombras y luces, no puedo dejar de mencionar un detalle que suele sorprender: la bisexualidad era completamente normal en las cortes imperiales chinas antes de 1949. El mismísimo emperador Liu Bang de la dinastía Han mantenía relaciones tanto con mujeres como con jóvenes varones, y esto se documentaba sin escándalo particular. Evidencias desde la dinastía Zhou (1046-256 a.C.) confirman que esta fluidez sexual se extendía a toda la nobleza.
La homosexualidad masculina perduró en el arte y la literatura Tang, celebrada en poemas y pinturas. Curiosamente, fue la influencia budista, con textos indios redescubiertos en la dinastía Song (960 d.C.), la que introdujo condenas más severas, contribuyendo a códigos legales draconíanos bajo gobiernos mongoles y manchúes posteriores. Pero durante siglos, el amor entre personas del mismo sexo se elevó en ciertos círculos a \»nobles virtudes\», una expresión que hoy suena casi irónica considerando el puritanismo posterior.
Reflexiones desde nuestro presente
¿Qué nos dice todo esto? Quizás que la sexualidad humana es un territorio donde la cultura dibuja mapas constantemente cambiantes sobre el mismo terreno. La China ancestral nos muestra que las actitudes hacia el placer, el deseo y los cuerpos no son universales ni eternas; son construcciones que responden a filosofías, necesidades políticas y corrientes espirituales de cada época.
Aquella civilización que concebía el orgasmo como intercambio cósmico eventualmente aprendió a ocultarlo tras cortinas confucianas. Pero los manuales sobrevivieron, las estatuas permanecieron enterradas esperando arqueólogos curiosos, y la memoria cultural guardó, aunque fuera en susurros, el recuerdo de cuando los cuerpos eran templos y el placer era sagrado.
Te invito a reflexionar: ¿cuánto de nuestro propio puritanismo contemporáneo es herencia de estos mismos movimientos históricos? ¿Y cuánto estamos, quizás, redescubriendo aquella sabiduría antigua que entendía el deseo no como enemigo de la espiritualidad, sino como uno de sus caminos más honestos y vitales?
Al final, querido lector, la historia nos susurra una verdad incómoda y liberadora: lo que hoy consideramos «natural» o «moral» en sexualidad es apenas un capítulo en una narrativa infinitamente más larga, compleja y sorprendente. Y conocer esos otros capítulos no es simple curiosidad académica; es recuperar la amplitud de lo humanamente posible.


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