

a la manera irreverente
Por: Alejandro Barroso, músico-poeta-loco, que ha decidido traer una crónica picante a Taboos. ¿Por qué Disney? Pues hablemos claro, ¿quién no ha mirado esas películas con ojos traviesos? Prepárate para un relato que desafía la inocencia y desata risas. Porque, al final del día, ¿quién dijo que los cuentos de hadas no podían ser un poco más subidos de tono?



De niño, era amante de las películas de Disney. Más que de las películas en sí y de las «perras» bandas sonoras que tenían, era un amante empedernido de sus personajes femeninos. Mi madre pudo haber pensado en algún momento: «Bueno, eso es normal», cuando cada semana, una y otra vez, casi la obligaba a alquilar películas. En aquel entonces, era VHS, ya sabes, donde estaban «piezas» como Mulán, Pocahontas, Ariel o Bella, mi primer amor. Nunca quise ser más velludo y horrendo que cuando vi por primera vez ese film. También había otros personajes secundarios súper seductores; la más clásica era la mulata de El Dorado. Ni todo el oro que yacía en esa ciudad tenía el valor de esos muslos, esos muslos infinitos que todavía hoy, con 27 años, mis amigos y yo recordamos y miramos al cielo para visualizarlos en la mente.
Sin palabras los ojos de Esmeralda, esa gitana durísima que nos partió el corazón a mí, a Quasimodo y a un camión de «fiñes» con mi mismo padecimiento. Pero bueno, es normal, pensaba, son jodidamente hermosas. Todo estaba bien hasta que empecé a mirar con otros ojos a Nala, la «jevita» de Simba, la cierva que se empata con Bambi o la Duquesa de los Aristogatos; esa gata era una maravilla.



Entonces entendí desde «chama» que Disney tenía la fórmula para tenerme ruborizado durante hora y media de cada una de sus películas, y yo más que dispuesto a ser víctima de ese trance. Ah, mención especial a la hermana de Lilo, a la Jane de Tarzán, e imposible dejar pasar a la Pastorcita de Toy Story, que aun siendo un juguete era «la tiza».
Fotos generadas por inteligencia artificial

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